10 de abril de 2010

Los hijos del rey

    Pocos amaneceres había visto el mundo cuando sucedió una historia tan magnífica que ha vencido al paso del tiempo, el mayor destructor de recuerdos. Bosques susurrantes, tan vivos como nosotros mismos, enormes reinos habitados por juglares,  bandidos, doncellas y ciervos, oscuras regiones hundidas en la sombra de un mal que ya existía antes incluso que la luz y cientos de historias que ya hemos olvidado.

Entre tantos prodigios en un mundo de hadas existía un rey de los hombres cuya historia merece una buena leyenda. Era el más sabio hombre que jamás camino sobre el mundo, versado en toda lengua y ciencia conocida, con poder para deslumbrar y vencer al mal, riquezas que eclipsarían el brillo de nuestra avaricia y un don que lo hacía único, el de ser capaz de usar todo lo que el poseía en la lucha por la felicidad de todos los habitantes de su reino bendito. Toda esa felicidad que él hacía nacer surgía de su voz, que era todo para él, la directora de los destinos de su reino.

Sin embargo, esta existencia tan excelsa, este destino tan dichoso se truncó. Fue uno de los días más tristes que el mundo ha sufrido, pues aún hoy las viejas piedras de lejanos caminos lloran el momento en que el rey enmudeció.

Estaba ese cruel instante el rey en su salón del trono, en el que el mismísimo oro sentía envidia de la riqueza que allí se encontraba cuando un emisario de un reino que ya en esos días no aparecía en los mapas entró en la habitación, dejando mudos a los allí presentes, cuando de pronto, con una voz sacada de las profundidades de la tierra, inhumana y fría, carente de cualquier emoción dijo:
-“Oh rey de reyes, el más poderoso de entre los mortales, vengo de un mundo que te odia a robar la luz que tu feliz reino irradia, y para ello, haré que la peor de mis maldiciones recaiga sobre ti.”¡Moriré ahora, llevándome a mi mundo lo mejor de ti!

De pronto, en el instante que se vivió tras su silencio, se produjo una terrorífica explosión que el rey pudo controlar abalanzándose súbitamente sobre el emisario. Tras un tiempo, un instante, un tiempo que pasó tan rápido como la propia vida de un humano, la luz volvió a una sala que no mostraba signos físicos de tan violenta explosión. Nadie parecía sufrir daños, salvo el rey.

Este se encontraba dormido más allá de cualquier posibilidad de despertar, con rostro y cuerpo sereno, y el alma perdida en mundos lejanos incluso en los sueños.

A la carrera llegaron los tres hijos del rey, cuyos nombres, como el del rey no han llegado a nuestros oídos todavía. Trataron durante horas de reanimarlo, invocando todos los dones que de su padre había heredado, pero no lo consiguieron, y pronto cayeron en una desesperación tan profunda que se encerraron en sus palacios y el reino quedó sin gobierno.

La caída en desgracia del rey lanzó al reino en una mortal carrera hacía la oscuridad. Surgió de los hombres el peor instinto que había en ellos, convirtiéndose desde entonces en seres crueles, que continuamente discutían y cuya felicidad no era otra que la de sentir el dolor ajeno. Los prados verdes, lejanos más allá de toda medida, frescos y vivos, se convirtieron de la noche a la mañana en yermas tierras abonadas por una sal que mataba lo vivo. Incluso la mañana murió, pues el mismo Sol se rindió al mal, y desapareció de un cielo que se volvió tan oscuro como el más profundo de los pozos. Todo parecía haber muerto, haber perdido el color de la vida, pero en medio de toda aquella victoria de la muerte, los tres hijos del maldecido rey despertaron y vencieron su dolor, convirtiéndolo en su mayor fortaleza, en la energía que los impulsó a luchar por su padre, y por el destino de todas las personas que parecía condenadas al sufrimiento.

Una noche se reunieron en un apartado rincón de la ciudad, lejos de miradas indiscretas de humanos de turbias intenciones, y juraron por el bien del mundo, convencidos como estaban ahora, imbuidos por un nuevo valor, que no volvería a reunirse hasta que encontrasen un legendario manantial del que contaban los sabio ancianos en antiquísimas escrituras que brotaba un agua tan pura como el aire de bosque con el poder de sanar cualquier mal físico o mental, pues nacía de las mismas entrañas de la roca de la que surgió en tiempos inmemoriales el mundo. La roca que había crecido hasta convertirse en el lugar en que vivían era un lugar bendito, un manantial de claras aguas como la luz que jamás se corrompería, pues su esencia misma era esa luz de la esperanza, de modo que cualquier sombra que se le acercase moría al instante.

Eso decidieron los tres hermanos esa noche, y pronto sinuosos y lejanos caminos los separaron, ocultándoles lo que les llegaría más tarde, y como terminaría todo.

El primero de los hermanos, el de mayor edad, marchó hacia el norte, guiado por un voraz instinto guerrero forjado en numerosas luchas por el bien, que lo empujó hacía un reino donde se decía que vivían feroces bestias. No sentía cansancio ni dolor, ni cualquier sufrimiento de los mortales, pues una firme determinación lo guiaba en su camino. Combatió contra monstruos que asustarían al mayor de los héroes, a la propia oscuridad y llegó a una oscura montaña, de la cuál surgía un riachuelo. Cuando llegó tras arduas pruebas de fuego, tomó una cantimplora y la llenó de agua que creía que era la bendita, la que lo salvaría a el y al mundo.

Trató de volver tan rápido como el viento a salvar a su padre, pero encontró terribles pruebas que pusieron su valor en los límites más extremos, sin embargo, salió victorioso, aunque por un muy elevado precio, pues cuando ya se marchaba del oscuro reino, una flecha agujereó su cantimplora, derramando toda el agua y devolviendo al hermano a un estado de dolor que lo impulsó como un alma errante hacia el palacio del rey…

El segundo de los hermanos, más joven que el primero, fue hacia el sur, hacia el lugar en que había leído que se encontraba la fuente bendita, pues este hermano era el más versado de todos los humanos que jamás existieron, usando una sabiduría infinita por los más difíciles retos. Llegó con los días a una enorme ciudad abandonada hacía siglos, pues decían las gentes que se encontraba maldecida, pero el la atravesó, conocedor de las falsedades que se contaban y sabedor de la historia de esa ciudad, que antaño había sido la capital del saber. Buceó en sus polvorientas bibliotecas, descifró mapas imposibles y finalmente descubrió, entre manuscritos más antiguos que el tiempo, tras una enorme mansión, una gruta que parecía ser la entrada al manantial. Sintiendo una alegría que lo desbordaba, la atravesó sin pensar, de modo que cayó en una trampa que él podría haber evitado de no ser por su impaciencia, y la gruta se selló, llevándose consigo el secreto del manantial y la esperanza del hermano. Decidió volver al reino, desolado por la culpa de haber cometido un error de humano que él no debería haber cometido, pues era el más sabio de entre ellos.

El tercer hermano, el más joven de ellos, apenas un chico que se estaba convirtiendo rápidamente en adulto decidió sabiamente quedarse en la ciudad, no viajar lejos, pues conocía sus dones, pero también sus limitaciones y defectos. Se quedó en la ciudad, fue por todas las casas, por todas las plazas y jardines, deseando con toda su fe que el gris mundo que había sustituido al feliz mundo de su infancia llegase a su fin. Tan grande era su fe que pronto algunos hombres y mujeres que lo escucharon, y especialmente los niños, se sintieron renacer, recobrando de nuevo el buen sentido, naciendo en ellos de nuevo su propio corazón. Donde el joven hermano iba las plantas resurgían como impulsadas por un deseo tan sencillo, puro y joven como poderoso e irresistible. Fue así como la ciudad fue recuperando su vida anterior. Sin embargo, la fe y la voluntad del joven hermano no sanaron a su padre, al rey, cuya curación parecía estar más allá de todo alcance.

Fue entonces cuando, como si de una casualidad se tratase, los tres hermanos se volvieron a encontrar a las puertas del mismo palacio en el que se había despedido tiempo antes, y en ellos se reflejó una sombra de pena, pues pensaban que habían fracasado. Sin embargo, el milagro se dio y el Sol resurgió entre las tinieblas, tan vivo como siempre y los tres, desde ese momento preciso supieron que no existía nada, ni siguiera el agua bendecida, que pudiese salvar a su padre y a los destinos del reino, sino que en ellos mismo había nacido un poder capaz de despertar de nuevo al rey, portador de la felicidad.

Corrieron como almas que la esperanza impulsa hacia la alegría hacia el lugar en que yacía con gran pompa su padre, y como si el propio destino guiase sus actos, los tres posaron sus manos sobre el magnánimo rey.

Y hubo una terrible explosión, de nuevo como la anterior, pero cegadora y luminosa, escuchándose en todo el ancho reino el sonido, como un grito de alegría que en un simple movimiento de viento resucitó todo el color y la vida perdido. Y justo después, un desgarrador grito de odio, inofensivo ya, desapareció en una nueva mañana cargada de esperanza.

El rey abrió los ojos y una sonrisa se dibujó en su rostro, una sonrisa que ya jamás desaparecería, iniciándose así un reinado que duró muchos años y en el cual, los hombres fueron los más dichosos de cuantos existieron y existirán, pues el espíritu de superación ante la adversidad que tres jóvenes tuvieron marcó desde aquel día la felicidad de quiénes habiéndolo tenido todo, lo habían perdido y lo habían vuelto a recuperar para felicidad de el mismo mundo.

¿Quieres saber cómo se llamaban los tres hijos del rey? Pues aún viven en nuestro corazón sus nombres, sólo hay que buscarlos. Eran ellos Poder de Valor, Poder de Sabiduría y Poder de Fe, y juntos podrían alcanzar lo que quisieran, pues así lo hicieron, dando nueva vida al rey, Poder de Palabra, que con sus cuentos hizo de un mundo feliz, un mundo dichoso y bendito.

1 comentario:

  1. larga vida al rey!!

    (pd. resumido y vía sms también tiene su encanto :P)

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