Sin una salida ni luz natural.
Sin un futuro ni un pasado. Sin creencias ni ciencia. En un silencio sepulcral.
Ningún gato tuvo nunca una vida tan maldita, y lo peor es que podrían quedarle
seis más. O cinco, puede que menos quizás. Ya sabes, no sabes si está vivo o
muerto, y él no te lo va a explicar.
Imaginar que no tienes
alternativa pero que tampoco has decidido llegar al lugar en que estás. Saber
que titubear significa caer y caer no significa levantarse y volver a empezar.
No conocer más palabra que desesperanza y más futuro que la incertidumbre.
Saber que el tiempo es relativo, pero que aunque eche a volar, no será la
salida adelante que esperas, ni tampoco será del todo real.
Pasado mañana todo puede haber
cambiado, porque sabes que la realidad es brutalmente sincera y lo que hoy
calla, mañana lo puede gritar, pero tener el miedo a que siga callada es peor
que sufrir las consecuencias de conocer lo que te pasará.
Qué ironía, ¿no te parece? Al
principio pensaba en la desdicha del gato, y ahora me ufano por querer tener
una habitación en su irreal realidad. Son matices, es el tiempo, un último
compás. Pero luego, llegado el momento, no habrá alternativa, la vida seguirá
adelante, irremediablemente, de forma indiscriminada, como acostumbra a vivir
día a día.
Hablarte a ti, por no hablarle al
gato, escucharlo a él, por tener algo que escuchar, y quejarme al tiempo, por
pasar y no pasar, quizás por quejarse porque sí. Esto se empieza a complicar.
¡Aquí quería llegar! Al camino en
que las palabras se quedan cortas cuando un pensamiento necesita escapar de
madrugada y no encuentra en las palabras más que mediocres medios de libertad.
¿Qué hacer en ese momento? ¿Escribir o no escribir? ¿Dormir o pensar?
En ese momento te mudas al barrio
del gato Schorödinger, porque aunque supieses la respuesta, tienes tantas ganas
de negarla, que lo más fácil es dejarte engañar.